A pesar de que hoy hace más de un siglo que asistimos a las primeras manifestaciones de la poesía visual moderna, pocas veces se ha desnudado lo suficiente como para deslumbrar no ya tanto su razón de ser ni su esencia, sino mas bien aquella última que retorna al punto de partida, al momento en que se presenta a su sentido preferido, la vista, exactamente cuando aún mantiene la pura evidencia de su presencia.
Ahora se preguntaran porqué este texto introductorio a una colección de puras imágenes (digitales) arranca con esta alusión directa a la poesía visual, aun si en ellas no encontramos letra alguna. Pues bien, si queremos apreciar en toda su amplitud estos collages infográficos de pierre d. la, antes debemos atender a su inclinación por la poesía visual brossiana desde los inicios de su periplo a finales de los años ochenta en el seno del grupo zaragozano ecrevisse. Ella influenció toda su producción plástica y literaria, de la misma manera que la poesía de Joan Brossa no puede entenderse sin la estética del collage, la cual ha gobernado todo el siglo XX, a pesar de que ha sido relegada por la inconsistencia del término “abstracto”, preferida por la crítica y la historiografía clásica y formalista ante el pánico que les produjo una ausencia total y absoluta de mensaje, capaz en un primer momento de cuestionar el papel intermediario de estas instituciones artísticas. Hoy los contenidos y las narraciones vuelven a inundar las salas y los museos rabiosamente “modernos”, y sus popes retornan a sus quehaceres tradicionales y sus intrigas internas para ocupar las escasas pero cómodas cátedras de sus altares.
Por esta razón aprecio las imágenes de pierre d la. Su obra está siempre desnuda, al tiempo que guarda en su seno un vacio necesario que suspende lo ahí depositado. A pesar de su inspiración por su obra, esto lo distancia del introductor de la poesía visual en Cataluña y en España, Brossa, quien además fue capaz de liberarla de los recintos tipográficos en los que se vio apresada por el gran desarrollo de este terreno estético en la primera mitad de siglo XX, el cual en cierta medida fue continuado por el letrismo y el affichisme franceses y por derivas todavía más poéticas si así lo queremos expresar, como el spatialisme del matrimonio Pierre et Ilse Garnier. Releyendo las raíces dadaístas de la revista 391 y del surrealismo, sobre todo el mironiano, la poesía de Brossa ofrece contenidos alternativos a las letras, cuyas formas tipográficas más elementales, fundamentalmente helvéticas, no duda en manejar desde un punto de vista plástico. Sin duda, este tipo de poesía cultivada por Brossa, la cual apenas se había desarrollado desde Apollinaire salvo las incursiones tipográficas de las palabras en libertad futuristas, del cartelismo y de las publicaciones dadaístas entre los años diez y veinte (cargados de una ingenuidad y de un primitivismo históricamente irrepetibles), además de raros ejemplos posteriores como el representado por el collagista checo Jiří Kolář, forma parte del interés generalizado a mediados del siglo XX por la semiótica, muy adecuada para los arduos esfuerzos que empeña la crítica para localizar mensajes ahí donde no florecen. De hecho, esta “ciencia del signo” fue heredera en buena parte del estructuralismo ruso y de la Escuela de Praga, quienes valoraban el arte como la investigación de contenidos nuevos de los elementos referenciales a partir precisamente de un desplazamiento estructural previo. Este procedimiento ha primado en la superación de la poesía visual de los recintos del lenguaje y su extensión hacia la acción (por ejemplo por el grupo español Zaj) o la fotografía (como la del madrileño Chema Madoz, unos de los muchos declarados seguidores de Brossa)
Por su parte (aunque esto es algo compartido con el resto del grupo ecrevisse, lo que lo hace tan especial en su contexto), pierre d. la aborda la evolución y extensión de la poesía visual hacia el collage y el poema objeto bretoniano en función siempre de una ausencia, aquella de lo referido. Es ahí donde el sujeto y el objeto alcanzan una identificación plena. El resto no son más que cáscaras porque, en su anhelo por la depurada presentación (sin el prefijo “re” contaminante), el sujeto desmiembra, sustrae y absorbe lo que encuentra en una confusión entre azar y elección constante hasta dejar tan solo la piel de la objetividad que en nuestra cultura contemporánea constituye la imagen, aunque sean muy pocos los conscientes de ello. La obra, a pesar de quedar así abierta a la objetividad, se presenta ante la dictadura de la subjetividad, de la psicología, de la forma, de la ideología y del lenguaje, como una unidad coherente, una cinta registradora dotada de los esfínteres necesarios para tragar los objetos antojados y producir imágenes para ser fijadas y albergar la ausencia de los mismos órganos que las han producido. Por esta razón y aunque parezca paradójico, preside en la obra de pierre la figura humana en calidad de género clásico, por ejemplo frente al paisaje clásico. Y no cito el bodegón y las naturalezas muertas porque detrás de ellas late siempre la presencia humana, desde Caravaggio incluso, dado que no hay nada más humano que la ausencia, ya sea del objeto o del sujeto condicionante, ambos imposibles de encontrarse más allá del instante. Solo desde esta premisa, desde el vacio del referido, pierre d. la recurre al lenguaje, el cual queda suspendido bajo las mismas condiciones que el resto objetual una vez aplastado todo en la bidimensionalidad de la imagen reproducible. Por ello, para recuperar la ausencia o la imposibilidad de la representación humana, pierre d. la salta cronológicamente por encima del collage corrección (“sintético” según el historiador Werner Spies al aplicar la división del cubismo de Juan Gris) iniciado por Max Ernst en 1929 y basado en la superposición e intervención de una imagen dada, hacia el primitivo collage constructivo (“analítico” para Spies) dentro de la dialéctica de la máscara de Octavio Paz, estableciendo la deriva como única relación posible entre el significante y el significado, la pintura y el blanco virgen de Picabia (la “nada”), por la que los objetos adoptados se desprenden en realidad de un extraño maridaje entre el deseo y el azar.
Y no es poco, aunque algunos juzguen estas investigaciones tediosas y ensimismadas. Por lo pronto plantean una de las cuestiones claves para la humanidad que nos remontan al menos hasta la alquimia medieval que tanto fascinó a Max Ernst y André Breton entre muchos otros surrealistas: la relación entre lo artificial y lo natural, dilema acentuado desde la Revolución Industrial y el nacimiento de la contemporaneidad gobernada por la mercancía capitalista, es decir, el lugar que ocupa hoy el hombre en el mundo. La nueva figura emerge (“pousse” o “empuja” en francés) del blanco inmaculado con la inercia de los hongos y vegetales, confundiendo las raíces ancladas en la nada con ramificaciones del cuerpo humano tan vitales como el sistema respiratorio. La voluntad sale al encuentro de este impulso inevitable y azaroso al mismo tiempo, para sujetar con vendajes y proteger con armaduras el impulso, frenarlo y dotarles de este modo de una nueva apariencia en este autorretrato eterno. Es la multitud de posibilidades la que otorga la individualidad a estas imágenes reproducibles, ya que es con la reproducción mecánica que se alcanza el acabado definitivo de los collages ernstianos, ahora con la ayuda numérica del ratón que diluye los cortes abruptos de la yuxtaposición, aun si pierre d. la recurre a las tramas de viejos grabados tal y como procedió Max Ernst como nuevo lenguaje de lo maravilloso. De este modo obtenemos un emblema materialista, un nuevo ángel caído de aquellos individuos imposibles de asir más que por los objetos que eligen en su deambular, en su constante perderse sin localizarse jamás.
No hay mensaje más allá de la melancolía, la bilis negra de Hipócrates, la búsqueda de la soledad para paliar el amor cortés, el spleen de Baudelaire, el “estar en el mundo” de Sartre y Cioran, la anti-alegoría de Walter Benjamin, el cuerpo de Hans Bellmer que emerge del deseo que lo concibe, el cuerpo sin órganos de Artaud, etc. Al fin de cuentas, solo el eterno desconocido que se abre como un abismo en nuestro interior, es capaz de establecer una relación real con la naturaleza nouménica de nuestro entorno. Dejémonos de darnos tanta importancia antropocéntrica: el automatismo que en verdad gobierna la producción y el consumo de la mercancía, no es más impredecible que un cedro o un champiñón, lo que para empezar no está nada mal. Por lo pronto pierre d. la ha descubierto que incluso en estos collages constructivos y contra la opinión “materista” y artista de un Dubuffet por ejemplo, existe siempre una yuxtaposición, ya que dan apariencia a la cara oculta, automática y necesaria de las cosas y de nuestro interior. Esta es la mejor garantía para salvar la alienación: reaprender a vivir lo desconocido.
Manuel Sanchez Oms [Historiador del Arte]